No quería cerrar los ojos. No quería dormirme. No quería despertarme sola. No quería levantarme y enfrentarme al mundo. No quería. Me negaba y por eso no lo hice. Me levanté de la cama y me senté en la silla de mi escritorio. Encendí el ordenador y comencé a escribir. Escribía sin ningún fin, simplemente para sentirme mejor.
Fueron horas de escritura muy satisfactorias, apenas recordaba lo satisfactorio que resultaba escribir. Había dejado a un lado mis dotes literarias y pensé en recuperarlas. Sabía perfectamente que no tenía el tiempo suficiente para hacerlo pero que debería hacerlo. Por un instante conseguí dejar de pensar en el “por qué” y dejé paso a un “¿por qué no?”, aunque en el momento que dejé de escribir, mi habitación pese a los ocho alógenos encendidos, se volvió oscura. La luz dejó de ser luz y se transformó en oscuridad, en tristeza, en miedo… De nuevo el miedo volvía a acecharme. Necesitaba dormir pero era incapaz de hacerlo.
Necesitaba descansar, pero ante todo, necesitaba tranquilizarme. Sin embargo, no fui capaz de hacerlo. Las 3:45 de la mañana y siempre pensando en lo mismo e intentando buscar fuerzas incluso de dónde sabía perfectamente que no las encontraría. Como me imaginaba, no las encontré, pero pese a eso conseguí tranquilizarme por un instante. Tan sólo fueron unos minutos pero durante esos minutos el miedo ya no estaba conmigo.
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